martes, 22 de mayo de 2007

Beethoven - Música Práctica - Roland Barthes

Hay dos músicas: la que se escucha y la que se toca. Las dos músicas son dos artes completamente diferentes ,cada uno de los cuales posee su propia historia, su sociología, su estética, su erótica.

La música que uno toca pone de manifiesto una actividad poco auditiva, manual sobre todo. Es la música que tocamos, solos o con amigos, sin más auditorio que los propios participantes. Es una música muscular, el sentido auditivo no participa sino en parte: un poco como si fuera el cuerpo el que oyera. Es el atril, es el cuerpo el que ordena, conduce, coordina, necesita transcribir por sí mismo lo que está leyendo: fábrica de sonido y sentido> es escritor y no receptor, captador.

Esta clase de música a desaparecido: unida en un principio a la clase ociosa, se convirtió en un insípido rito mundano con el advenimiento de la democracia burguesa. En Occidente, para encontrar música práctica, hay que dirigirse a otro público, a otro repertorio, otro instrumento. La música pasiva, receptiva, la música sonora se ha convertido en LA música (la del concierto, el festival, el disco, la radio) ya no se toca. La actividad musical ya no es manual, sino líquida, fusiva, “lubrificante”.

El aficionado ha desaparecido. El aficionado, que se define más por su estilo que por la imperfección técnica, ha sido reemplazado por los profesionales, simples especialistas cuya formación resulta esotérica para el público. En resumen, primero existió el actor de la música, después el intérprete, por ultimo el técnico, que descarga de toda actividad (incluso la procurativa) al oyente.

Beethoven: contrastes de intensidad, representados por los piano y los forte, el estallido de la melodía, percibido como el símbolo de la inquietud y el fervor creador, la enérgica redundancia de los golpes y cláusulas, la experiencia de los límites (abolición o inversión de las partes tradicionales del discurso)la producción de las quimeras musicales (la voz que surge de la sinfonía): todo lo que podía con facilidad transformarse metafóricamente bajo valores seudofilosóficos, bajo la autoridad del código fundamental de la música Occidental: la tonalidad.

Esta imagen romántica de Beethoven produce una falta de recursos de ejecución: el aficionado no es capaz de dominar la música de Beethoven, y no tanto por sus dificultades técnicas como por la invalidación del mismo código de la música práctica anterior; según tal código, la imagen fantasmática que guiaba al ejecutante era la de un canto: con Beethoven, la pulsión mimética se vuelve orquestal, escapa al fetichismo de un solo elemento.

El cuerpo quiere ser total, por eso queda destruida la idea de un hacer intimista o familiar: querer tocar a Beetohoven es verse proyectado como director de orquesta. La obra de Beethoven abandona al aficionado y, en su primer momento, parece exigir al intérprete, la nueva deidad romántica.

Quizá lo que sucede es que en la música de Beethoven hay algo inaudible (cuyo lugar exacto no es la audición). Aquí nos topamos con el segundo Beethoven. La sordera de Beethoven designa la carencia en la que toda significación se aloja: sugiere una música, no abstracta sino interior, dotada de una inteligibilidad sensible, de lo inteligible como sensible. Esta categoría es revolucionaria en sentido propio, no puede ser pensada en los términos de la vieja estética, la obra que a ella se somete no puede percibirse de acuerdo con la pura sensualidad, que siempre es cultural, ni de acuerdo con un orden inteligible que sería el del desarrollo (retórico y temático).

La operación que permite captar a este Beethoven, no puede ser la ejecución ni la audición, sino la lectura. Lo cual no quiere decir que nos tengamos que poner delante de una partitura de Beethoven y obtener de ella una audición interior, sino que quiere decir que, ya se capte abstracta o sensualmente, hay que acercarse a esta música en el estado, o mejor dicho en la actividad de un realizador, que sabe desplazar, agrupar, combinar, reordenar, en una palabra: estructurar.

De la misma manera que la lectura de un texto moderno no consiste en recibir, en conocer o en volver a sentir este texto, sino en escribirlo de nuevo, en atravesar su escritura con una nueva inscripción, de la misma manera, leer a Beethoven es operar con su música, arrastrarla a una praxis desconocida.

Y de esa manera es posible volver a hallar, modificada de acuerdo con el movimiento de la dialéctica histórica, una música en cierto modo práctica. Para qué componer, si el producto va a quedar confinado en el recinto del concierto o en la soledad de la recepción radiofónica? Componer es, al menos en cuanto a tendencia, dar qué hacer, no dar que oír, sino dar que escribir: el espacio actual de la música no es la sala, sino la escena en que los músicos transmigran, a menudo con un modo de tocar deslumbrador, de una a otra fuente sonora: somos nosotros los que tocamos, aunque sea de una manera vicaria; pero es posible imaginar que el concierto será exclusivamente un taller del que nada, ningún sueño ni imaginación, en una palabra, ningún “alma”desbordará, y en el que todo el quehacer musical estará absorbido en una praxis sin residuo. Esta es la utopía que cierto Beethoven, al que nadie toca, nos ha enseñado a formular, y es en esto en lo que es posible presentir en él a un músico del futuro.

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